En primer lugar, hay que aclarar que existen diversas ecotasas, llamadas así porque hacen referencia a distintos gravámenes que contribuyen de forma indirecta a la protección medioambiental. Por ejemplo, hay ecotasas que tienen que ver con la energía, combustibles, contaminación, turismo, reciclaje… Esta última es la que vamos a tratar a continuación.
El origen de la ecotasa se remonta a la mitad de los años ochenta, cuando por mandato europeo se transpone la legislación española en materia de residuos (en especial tóxicos y peligrosos), introduciendo esta llamada «ecotasa» para financiar un reciclaje que de lo contrario era inviable. Por lo tanto, estrictamente viene a considerarse el pago por la prestación de un servicio.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que existen residuos reciclables, como por ejemplo las luminarias, cuya vida útil puede ser de hasta 30 años, y por tanto, es preciso prever los recursos financieros para su correcta gestión entonces.
También hay algunos residuos que se han convertido en un negocio y su tratamiento ya no necesita ser subvencionado con impuestos. Por ejemplo, la subida del valor del aceite usado como materia prima se debe a la caída del aceite nuevo en el mercado.
¿Quién paga la ecotasa?
El consumidor final. Cada vez que alguien compra un producto reciclable, paga un pequeño porcentaje para financiar su recogida como residuo y posterior tratamiento y reciclaje. Pero además de pagar, el consumidor debe colaborar separando ese residuo del resto. Este es el primer paso que si no se cumple, hace prácticamente imposibles los siguientes. Con la ecotasa no se cumple el principio de «quien contamina paga», porque no es quien fabrica el futuro residuo el que paga, sino el consumidor, contribuya o no a su reciclaje.
¿Qué productos incorporan la ecotasa en su precio?
Envases, papel y cartón, vidrio, aparatos eléctricos y electrónicos, aceite industrial, neumáticos, medicamentos y automóviles.
¿Un impuesto justo?
Una solución (planteada en Canadá) podría ser la de pagar por tirar la basura. Es decir, que la recogida de basuras fuera realizada por empresas privadas, que ofrecieran diferentes precios por la recogida de todo tipo de basura y se encargaran de gestionarla correctamente. El gobierno prohibiría el vertido de residuos, pero no impediría la competencia del servicio de recogida: algunas empresas podrían ofrecer precios más bajos a los clientes que separaran su basura, mientras que otras podrían cobrar un poco más por llevar a cabo esa clasificación. La competencia entre las empresas de recogida de residuos optimizaría los costes del reciclaje.